Supongo que si estás leyendo esto ya me conoces, pero por si
acaso (y porque no se me ocurre otra manera de empezar) me presento: me llamo
David tengo 35 años y escribo estas líneas desde el piso en el que vivo de 35m2
en Valencia.
Solo en casa con tanto tiempo por delante da para pensar
mucho.
Hace un par de días escuchaba en la radio un mensaje de una
madre que, con una mezcla de tristeza y desesperación, explicaba que había
decidido ponerle un brazalete azul a su hijo con TEA para no ser insultada por
la gente desde los balcones cuando necesitaban salir a la calle. Me dejó
helado.
Y pienso en mi hermano de 14 años con una discapacidad al que desde el día 10 de
marzo solo veo a través de la pantalla del móvil al que pronto podré invitar a
esa hamburguesa que quedó pendiente para Fallas y en mis padres que lidian con
esta situación.
Mientras te escribo esto, me manda mi madre una foto de mi
hermano con el brazalete azul, no puedo escribir lo que se siente al ver a una
persona a la que quieres tanto que tiene que ser marcada por
culpa de unos cuantos que me voy a ahorrar el adjetivo por mi higiene mental.
¿Te recuerda a algo? |
Y pienso en los adictos que siguen sus tratamientos, aquellos que saben lo que es
el rechazo, el estigma de la enfermedad mental. No pretendo excusar nada; es
una enfermedad de difícil comprensión que difícilmente puede escapar del juicio
moral externo: son personas que han hecho (o están haciendo) mucho daño a su
alrededor.
Mis pacientes que acuden acudían de lunes a sábado al
centro de día a trabajar por recuperar su vida con sus terapias, sus pautas y
sus rutinas. Un tratamiento complejo que ya de por sí tiene sus épocas
difíciles y ahora, como todos también han visto alterado y han tenido que
adaptarse.
Si a cualquiera de nosotros se nos hace difícil este cambio
tan radical e inesperado, no sé si podemos imaginar lo que puede ser para una
persona con una enfermedad mental. Ahora estamos dándoles cobertura como
podemos, haciendo las terapias por videoconferencia, atendiéndoles
telefónicamente (mi teléfono puede llegar a sonar más de 30 veces cada día y
las enfermedades no entienden de domingos ni días libres) y seguimos peleando
con cada uno de ellos para superar esta enfermedad que no te mata, pero te
quita la vida.
Y pienso también en todos los adictos que por sus circunstancias o por el
desarrollo de su enfermedad todavía no se han puesto en recuperación, esos que
su enfermedad es más fuerte que ellos y no son capaces de aguantar en casa
salen, aunque hubiesen decidido no hacerlo y destrozan su vida.
Y pienso también en el dolor de los familiares que sufren las consecuencias de
este otro bicho, también invisible que no contagia, pero es capaz de destrozar
todo lo que tiene a su alrededor. El dolor de esta enfermedad pocos lo pueden
imaginar. No es fácil entender la vida de las madres, padres, hermanos, parejas
o hijos de los que pasan por esto. Este dolor quizá no sea físico, es mucho
peor.
Y quiero mandarles a todos ellos un mensaje de esperanza
frente al sufrimiento y al dolor. No solo para decirles que no están solos, que
sé por lo que muchos estáis pasando, que no es fácil; pero también traigo una
esperanza en estos días inciertos: hay salida, un futuro mejor está, seguro,
esperando cada vez más cerca.
Y ahora ya no pienso más, voy a asomarme a la ventana a
aplaudir.