29 mar 2020

BRAZALETES AZULES Y BRAZALETES INVISIBLES


Supongo que si estás leyendo esto ya me conoces, pero por si acaso (y porque no se me ocurre otra manera de empezar) me presento: me llamo David tengo 35 años y escribo estas líneas desde el piso en el que vivo de 35m2 en Valencia.

Solo en casa con tanto tiempo por delante da para pensar mucho.

Hace un par de días escuchaba en la radio un mensaje de una madre que, con una mezcla de tristeza y desesperación, explicaba que había decidido ponerle un brazalete azul a su hijo con TEA para no ser insultada por la gente desde los balcones cuando necesitaban salir a la calle. Me dejó helado.

Y pienso en mi hermano de 14 años con una discapacidad al que desde el día 10 de marzo solo veo a través de la pantalla del móvil al que pronto podré invitar a esa hamburguesa que quedó pendiente para Fallas y en mis padres que lidian con esta situación.

Mientras te escribo esto, me manda mi madre una foto de mi hermano con el brazalete azul, no puedo escribir lo que se siente al ver a una persona a la que quieres tanto que tiene que ser marcada por culpa de unos cuantos que me voy a ahorrar el adjetivo por mi higiene mental.

¿Te recuerda a algo?

Y pienso en los adictos que siguen sus tratamientos, aquellos que saben lo que es el rechazo, el estigma de la enfermedad mental. No pretendo excusar nada; es una enfermedad de difícil comprensión que difícilmente puede escapar del juicio moral externo: son personas que han hecho (o están haciendo) mucho daño a su alrededor.

Mis pacientes que acuden acudían de lunes a sábado al centro de día a trabajar por recuperar su vida con sus terapias, sus pautas y sus rutinas. Un tratamiento complejo que ya de por sí tiene sus épocas difíciles y ahora, como todos también han visto alterado y han tenido que adaptarse.

Si a cualquiera de nosotros se nos hace difícil este cambio tan radical e inesperado, no sé si podemos imaginar lo que puede ser para una persona con una enfermedad mental. Ahora estamos dándoles cobertura como podemos, haciendo las terapias por videoconferencia, atendiéndoles telefónicamente (mi teléfono puede llegar a sonar más de 30 veces cada día y las enfermedades no entienden de domingos ni días libres) y seguimos peleando con cada uno de ellos para superar esta enfermedad que no te mata, pero te quita la vida.

Y pienso también en todos los adictos que por sus circunstancias o por el desarrollo de su enfermedad todavía no se han puesto en recuperación, esos que su enfermedad es más fuerte que ellos y no son capaces de aguantar en casa salen, aunque hubiesen decidido no hacerlo y destrozan su vida.

Y pienso también en el dolor de los familiares que sufren las consecuencias de este otro bicho, también invisible que no contagia, pero es capaz de destrozar todo lo que tiene a su alrededor. El dolor de esta enfermedad pocos lo pueden imaginar. No es fácil entender la vida de las madres, padres, hermanos, parejas o hijos de los que pasan por esto. Este dolor quizá no sea físico, es mucho peor.

Y quiero mandarles a todos ellos un mensaje de esperanza frente al sufrimiento y al dolor. No solo para decirles que no están solos, que sé por lo que muchos estáis pasando, que no es fácil; pero también traigo una esperanza en estos días inciertos: hay salida, un futuro mejor está, seguro, esperando cada vez más cerca.

Y ahora ya no pienso más, voy a asomarme a la ventana a aplaudir.