2 abr 2024

PEGATINAS EN LA ACERA

Hace unos días, paseando por Ruzafa me crucé con una de esas pegatinas que sustituyen a los coches cuando el ayuntamiento decide encargarse de guardarlos, dando pie a una de mis situaciones favoritas: esas que cuando le pasan a otros son comprensibles, pero al vivirlas en primera persona, es una injusticia.

Al ver aquella pegatina recordé que cuando era niño, corría a arrancarlas convencido de mi buena acción, ya que, pensaba que si había llegado después de la grúa pero antes que la policía, le estaba ahorrando una multa a alguien.

No recuerdo en qué momento dejé de arrancarlas, ¿porque me di cuenta de la tontería del razonamiento? Claro que no. Fue una mezcla entre pereza para agacharme, y mi híper desarrollado sentido del ridículo: solo yo arrancaba esas pegatinas. Algo fallaba. 

Con la perspectiva que da el paso del tiempo, saco dos conclusiones de aquello: la primera, desde niño soy antisistema pero no mucho, siempre defendiendo causas perdidas y pequeñas. La segunda, es que a mi no me estropeó la sociedad. Mi estupidez no es culpa del sistema educativo, ni me perjudicaron las redes sociales. Yo ya estaba torcido antes que la sociedad me echara a perder. Eso que le ahorro. Salí con desventaja respecto a cualquier persona con un razonamiento estándar. 

Poco se valora mi capacidad para sobrevivir.

Pese a los lamentos que suelo leer sobre lo mal que está todo, yo defiendo que si una persona con mi capacidad haya conseguido adaptarse y ser aparentemente funcional, es la demostración de que la sociedad todavía funciona.

Sé que muchos habéis tenido la mala suerte de tener que convivir con este nivel tan bajo que lastra todo vuestro incontenible potencial y tenéis que compartir espacio vital con mediocres indecentes. Injusto, a todas luces. Aquí un Culpable.

A mi dame mediocridad y llámame tonto. No me voy a quejar. Estoy encantado y aliviado en esta sociedad de un nivel tan bajo. Voy cada día al límite de mis posibilidades. En un lugar mejor y más brillante, cada año descendería una categoría hasta arrastrarme por las cloacas de vuestro mundo perfecto. No, gracias.

Deberíais verme cada vez que proyecto mi día: salir de trabajar, hacer deporte, leer textos profundos y elevados con los que meditar y alejarme de mi propia miseria escalando la cuesta de la sabiduría. Publicar los textos más audaces, ser descubierto por un editor que me proponga escribir un libro que sea un éxito moderado de ventas, pero alabado por la sesuda crítica, y convertirme así en alguien con prestigio.

Sale mal.

El resultado suele ser que en cuanto abro la puerta de casa, una fuerza poderosa disfrazada de cansancio, me hace estar en el sofá leyendo tuits estúpidos; wasapeando con la tele de fondo mientras el día se va escurriendo por el desagüe sin avisar.

Y eso no es lo peor.

Luego hay que añadir que esas noches me meto en la cama sacudiendo la derrota mientras me convenzo que mañana será distinto; habrá un cambio y una fuerza interna me permitirá vencer el cansancio, engañar a mi propia miseria para cumplir con los propósitos. Es mi manera de huir hacia delante, pegarle una patada al fracaso para alejarla de mi portería y, así, ganar un poco de tiempo.

Mientras muchos formaríais una sociedad mejor, más limpia y buena, en la que ni las grúas saldrían del depósito porque ya nadie aparca donde no debe; yo bastante tengo con montar una buena defensa de cinco; esperando cazar un contraataque inesperado. Llegar al miércoles con la esperanza de no haber sufrido en exceso; y el viernes por la tarde usar las últimas fuerzas que queden para llevar el balón hasta el córner esperando el pitido final y rezar para que, con un poco de suerte, el empate me valga.

Y si los días no salen bien, dejar las pegatinas en la acera.