Las alegrías son todas iguales sin embargo las caídas lo son cada una a su manera.
Una vez me contaron que en Asia los jarrones de porcelana
más cotizados son aquellos que están reparados, aquellos que un día tuvieron
algún accidente, probablemente una caída se hicieron pedazos y tuvieron
que ser arreglados. Allí entienden que esos jarrones tienen una historia.
Son jarrones que tienen vida.
Ojalá no me hubiese caído tanto, vaya esto por delante.
En cada caída he encontrado a gente diferente, no siempre me
he podido apoyar en los mismos: a veces no podían, otras no querían e incluso
me ha hecho caer quien yo pensaba que estaría ahí cuando eso pasara.
En todas había alguien que siempre estaba ahí: descubrí a uno
que creía ser mejor de lo que era, que presumía de unas virtudes que, llegado
el momento no aparecían. Peleábamos mucho, me enfadaba, pero siempre estaba ahí;
no me caía bien, era desagradable, pero sobre todo inevitable.
¿Quizá hubo un clic?
No sé si fue porque acepté que no tenía más remedio, pero
llegó el momento en que tuve que empezar a manejarlo de manera diferente: hablarlo
con calma: si me iba a encontrar siempre con el mismo, más me valía empezar a
llevarme bien con él; dejar de engañarme y ver que, si algo no me gusta o está
roto, conviene no esconderlo y mucho menos cabrearse: hay que verlo para
cambiarlo o arreglarlo.
No pretendo romantizar la caída, al contrario, hago
todo lo posible por no caer, pero cada caída no dejaba de ser un aviso que
había que cambiar cosas y, lo más importante: que hay que tener la valentía de
mirar lo que no te gusta.
Es la única forma que he encontrado de conseguir llevarme
bien conmigo mismo.
Al final descubrí que, cuando ni siquiera sabía que no había entendido nada, aquellos que valoraban los jarrones rotos lo habían entendido todo.
Entendían la vida.