26 jun 2022

¿QUÉ HARÍAMOS SIN ÉL?

Esta semana hice la renta. No soy yo de ir con prisas para los asuntos del dinero y creo que cada vez que iba a hacerla había un partido que tenía que ver. Estoy contento porque ha salido a devolver y he aprovechado para sacarme el abono de mi equipo y aun me ha sobrado algo para comprar quizá alguna camiseta, e incluso es posible, alguna otra cosa más relacionada con el deporte rey.

Estoy intentando calcular cuánto dinero tendría si no me gustara el fútbol. Igual no tendría que vivir de alquiler. Pero no es solo dinero, igual sería un padre responsable, con amigos muy centrados; es posible que ya tuviera algunos libros escritos o no me extrañaría que fuese un importante catedrático de Universidad.

Pero ahí sigo regalándole todo. Y lo que es peor, justificándolo.

El domingo pasado estaba comiendo con unos amigos y me decían preocupados que van viendo como cada vez hay más conocidos están mal, la preocupación que tenemos todos viendo como la gente se rompe y tienen que acudir a algún profesional porque todo se hace imposible de llevar. Que está muy bien la ayuda psicológica, no seré yo quien diga lo contrario, de lo que hablábamos es el malestar que produce ver a tanta gente rota.

Yo les explicaba que siendo esto cierto, yo había encontrado un nexo común en la mayoría de las personas que pasan por esto: no les gusta el fútbol. 

El siempre tan denostado deporte del balón, de los 11 contra 11 en pantalón corto detrás de una pelota será para tontos, pero poco se valora que, cuando tu mayor problema es el fútbol y sus dramas, es que todo va muy bien.

Reto a encontrar un termómetro vital mejor que este: que tu estado de ánimo dependa de lo que pasa durante 90 minutos en algún momento del fin de semana. No existe para el pueblo llano.


El verano pasado había quedado con mi sobrino para ver juntos la semifinal de la Eurocopa España-Italia. La mañana del partido me mandó un WhatsApp mi hermana para decirme que buscara otro plan, que se había portado mal y en consecuencia, no iba a ver el partido.

Hablé muy seriamente con mi hermana y le expliqué que yo estuve castigado el 13 de junio de 1998, no tengo ni la más mínima idea de por qué, pero 24 años después todavía recuerdo que no pude ver el España-Nigeria de Francia 98. Así que me vi obligado a explicarle que, por supuesto tendría motivos más que justificados para esa decisión, Dios me libre de meterme en la educación que le dan unos padres a sus hijos, pero aun así, humildemente me permitía sugerir que se replanteara bien si merecía la pena que esa losa pesara sobre ella durante más de dos décadas, como sin duda mi sobrino recordará, y generarle traumas similares a los que llevo arrastrando yo desde que soy niño.

Me contestó que le daba igual, que asumía el riesgo.

Alguien en la FIFA tendrá que asumir el castigo al que estamos sometidos millones de personas en todo el mundo este verano privados del placer de estar ahora mismo en calzoncillos pasando este insoportable calor delante de un México-Polonia.


En ese autogol de Zubi había un mensaje vital. Pero no supe leerlo.

21 jun 2022

UN RELOJ Y LA ILUSIÓN

Yo tuve una infancia entre feliz y muy feliz. Es algo que cuando vas cumpliendo años vas valorando como se debe y ya no piensas que es algo tan normal como creías. Si fui feliz es gracias a Dios y a la mayoría de gente de la que estuve rodeado entonces, algunos siguen ahí, otros no. La vida misma.

Se podría pensar que ahora que ya soy yo el que toma muchas decisiones y, por tanto, tengo más responsabilidad en lo que ocurre, las cosas ya no pintan tan bien. Se podría, pero no lo voy a hacer.

A menudo busco en qué momento se empezó a fastidiar todo esto; cuándo la balanza empezó a decantarse hacia el otro lado. Es difícil.

Aunque no sepa cuándo ocurrió, sí sé cuándo lo vi: cuando supe que, aunque nada hubiera cambiado, todo era diferente: fue el día en que eso de "podría ser peor" dejó de ser un alivio y pasó a ser una amenaza. La grieta no se podía cubrir.

Supongo que fue poco después de otro cambio aparentemente insignificante, una trampa envuelta en papel de regalo: cambiar el desayuno, pasar de la leche con galletas al café con leche. 

En ese momento empezó un camino sin vuelta atrás, como esas bridas que una vez han pasado el primer eslabón, nunca permiten que aflojes.

Y de esto nadie te avisa.


Hace unas semanas le prometí a mi hermano que en Julio le iba a hacer un regalo, colmaríamos una ilusión que tiene hace tiempo: un reloj.

Desde que lo hablamos todos los días dedica mucho tiempo a pensar en ello; a ilusionarse con cómo será tener ese reloj, se le ilumina su vida entera cada vez que lo piensa. Es todo alegría. Cada vez que pasamos por una tienda con un reloj en el escaparate paramos un rato a verlos, elegir uno, visualizarlo, decidir si es ese modelo, el color, o quizá otro mejor. Y así está, pasando los días, todas las noches coge un calendario para contar cuántos días faltan para el día prometido. 

Todo ilusión. 

Lo que él no se puede imaginar, es algo que yo ya sé: no van a pasar ni 2 semanas antes de que se canse y lo olvide en un cajón. 

Yo, que muy listo no soy, he perdido mucho tiempo explicándole que eso está mal; que las cosas son para disfrutarlas cuando uno las tiene y que no podemos pasarnos la vida deseando lo que no se tiene, para en cuanto lo tenemos, buscar otro entretenimiento, que la vida no funciona así.

Pero en realidad, no lo tengo tan claro, ¿Cómo que no funciona así? Por suerte, hace unos días caí en mi error, no solo no tenía nada que enseñar, sino la lección me la estaba dando él a mi: uno se ilusiona y punto. El resto no importa.

Nunca soy tan feliz en un campo de fútbol como antes de que empiece la primera jornada de liga, cuando los fichajes son potencialmente buenos, cuando me puedo imaginar que ese zurdito mediapunta que se han traído es mejor que Oliver Atom, antes de que toque el primer balón y mande el pase a la grada.

¿No son acaso los últimos 5 minutos del viernes en el trabajo el mejor momento de todo el fin de semana?

Quizá aquello que se rompió fue precisamente eso: la capacidad de ilusionarse sin miedo. De volar lo más alto posible sin tenerle miedo al sol.

Así que ya nunca más le pondré cadenas a la ilusión. Prometido.