A veces pienso que me gustaría tener hijos para poder camuflar mi egoísmo con una excusa digna, una coartada válida, que me ahorre perderme buceando en subterfugios y excusas interminables como atajos imposibles. Una razón noble; una verdad buena en la que envolver mi egoísmo y miserias con una capa de bondad y nobleza con el que salir bien en las fotos.
Porque soy esa persona que cada fin de semana se retuerce en su butaca incapaz de controlar tan siquiera el movimiento agitado de mi pierna. En esos momentos, prefiero un gol de mi equipo a la paz mundial, hay más alivio en que una pelota atraviese la línea custodiada por tres postes que en imaginar un mundo sin balas. Y entiendo lo que esto dice de mí.
Sin embargo, con un hijo podría disfrazar mi histeria de preocupación y bondad. Supongo que ayudaría, aunque fuese solo a algunas cosas.
A otras no.
Una vez escuché a Gasol explicar que aunque haya ganado 2 anillos de la NBA, un campeonato del mundo, varios europeos y muchos más éxitos individuales y colectivos, todavía sigue habiendo algunas derrotas que le persiguen y le duelen con más intensidad de la que disfrutó sus victorias.
Salvando las evidentes distancias, porque no voy a estar nunca a la altura de Pau, me reconozco en esa frase. Cómo duelen algunas derrotas; pequeños y grandes fracasos se han transformado en fantasmas que se presentan sin llamar, y escuecen como el vinagre en una herida abierta. Esas heridas que, por mucho tiempo que pase y ya cicatrizadas, siguen evolucionando y cada vez duelen de forma distinta, desconocida pero reconocible.
¿Qué se puede hacer? Yo solo sé hacer una cosa: Tomar aire, respirar, y recordarme que con todo "está siendo una vida interesante". Ojalá este olor a fracaso, derrota y lodo, se conviertan algún día en las flores más altas; y estas heridas se conviertan en esa cicatriz que poder lucir con el orgullo irracional que te da la diferencia.
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