Hace unos días (en Septiembre) pude volver a pisar las calles de mi ciudad tras varios meses lejos. Es curioso, en ocasiones tengo ganas de vivir algunas cosas solo por saber cómo me voy a sentir o cómo voy a reaccionar. Supongo que forma parte de mi idiotez, de mis limitaciones: no saber qué me va a pasar por dentro cuando ocurra algo que sé que va a ocurrir. Por mucho que intente anticiparlo, no lo consigo y acabo sorprendiéndome a mí mismo.
Como todo, supongo que tiene ventajas e inconvenientes.
Decía que volví a Valencia; es verdad que todas las veces que vas o vienes son distintas pero esta era la más diferente de todas (no esperes leer aquí por qué, claro).
Yo no sé si estuve mucho o poco, pero sí puedo asegurar que en cada paseo, en cada vuelta que daba por la ciudad venían, a mi cabeza imágenes de guerra.
Para mi Valencia fue esos días una ciudad que había sido devastada por una batalla tremenda. Todo era gris. No había una sola calle, ningún edificio sin las marcas de las balas. Algunas calles más que otras, claro. Por ejemplo, en el centro de la ciudad no quedaba un solo edificio en pie, la plaza de toros había sido sustituida por un enorme socabón tras ser alcanzada por varias bombas. De la plaza del ayuntamiento no quedaban ni los restos y podría seguir por la calle San Vicente, La Paz, etcétera. Pero creo que se me entiende.
Y ya ves, quizá por vivir en el Reino Unido, por mi insoportable manía de mezclarlo todo, porque cuando te sientes cayendo, te aferras a lo que puedes, o vete a saber por qué; me acordé de la historia de las amapolas de Flandes.
En esos días no había ninguna, todo era oscuro, sucio y gris. Pero salí de allí pensando (aunque sin creerlo de verdad) que quizá la próxima vez que pasara por allí habrían empezado a florecer.
Pero las amapolas fueron en Noviembre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario