Mi mejor y más fiable detector de mentiras y mentirosos salta cuando, en mitad de una conversación, alguien me dice: "si quieres que te diga la verdad...". Ante esa afirmación, no puedo evitar pensar: "Como tú veas, pero hasta ahora, por algún mecanismo que no quiero conocer, has deducido que prefería estar escuchando tus mentiras". El mayor problema es que no soy buen jugador de póker, y aunque a veces me lo calle (que no siempre), me esfuerzo por que mi cara no delate la decepción.
Porque vivir en sociedad implica aceptar determinadas renuncias.
Eso no me impide mostrarme amable y comprensivo con las mentiras de los demás. Puro egoísmo. Espero que esa benevolencia se convierta en una característica común con los trampantojos que utilizamos para sostener nuestros días; así, cuando sea yo el que resbale con mis propias miserias también habrá comprensión y empatía.
Porque pasa. Todo pasa.
No podemos culparnos. Por lo menos no demasiado. El problema no es el bochorno, el problema es, como explicó Pascal hace ya tres siglos, que no sabemos parar. La mayoría de los problemas del ser humano vienen derivados de nuestra incapacidad para estar quietos en una habitación. Conseguir aquello que tanto costó, donde había tantas esperanzas, que tan bonito fue y que iba a ser la felicidad para siempre, pasado un tiempo ya no es suficiente. Quieres dar un paso más y, es justo ahí, donde nos espera nuestra amiga la vida con sus movidas y sus problemas.
Luego, un lunes cualquiera te levantas con la sensación de que ha costado mucho llegar donde estoy y resulta que no estoy en ninguna parte.
Quizá eso no es solo malo. Quizá es en los problemas donde se aprende a vivir.. Igual es en ese cuerpo a cuerpo con la vida justo donde aparece aquello que merece la pena vivir.
No sería la primera vez que salí conformándome con el cobre y volví con las manos vacías. Y resultó que el oro ya lo tenía en casa.
Cada vez estoy más convencido que todo es mucho más simple. Y más prosaico.
Queremos que nuestra vida parezca una gala con luces de colores y aplausos de fondo, sin asumir que detrás de un gran escaparate hay un almacén frío, feo y desordenado.
Pero necesitamos creernos la película. Cuanto más bonita mejor. Porque ver la realidad con sus aristas, su basura y su mal olor no es heroico, ni romántico. Es aburrida. A nadie le motiva.
Necesitamos un buen filtro y un buen perfume. Y la culpa no la tiene Instagram. Instagram simplemente nos dio todo lo que le pedíamos a la vida.
Y claro, todo lo adornamos. Creemos necesitar salir bien en la foto. Si un día te das cuenta que aquel trabajo con el que soñabas no es lo que creías, lo llamas ambición y decides dar un paso más. Si una media maratón no es suficiente, das el salto a correr una maratón, o pasas a las ultras. Si aquella chica con la que te llevabas tan bien, empieza a parecerte otra persona, lo llamas amor y das un paso más.
Un paso más cerca del desastre.
Así que no queda otra, ya que la vida viene sin filtros y con su parte fea y oscura, seamos nosotros los que pongamos la música y a bailar.
No sé si el desastre es inevitable, pero como mínimo vamos a disfrutar del camino.
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