Tengo que empezar reconociendo que, de las siete maratones que llevo hasta ahora, esta ha sido -con diferencia- la peor de todas. Y, aun así, ha merecido la pena.
Hace unos años el gran Tallón escribió un artículo que, al menos durante la última década, ha sido uno de los pilares de mi forma de vida. Fracasar de maravilla, se llamaba. Como el fracaso es una presencia tan cercana y, además soy un cobarde, mejor siempre pensar a lo grande. Y si las cosas no salen, al menos habremos fracasado de maravilla.
Me pasa con los maratones que me enamoro de las sensaciones que vivo en carrera. Es eso, y no otra cosa, lo que me hace querer correr siempre otro: volver a sentir por primera vez aquello que sentí en el último maratón: tengo el recuerdo del km14 en el 2021, o el km29 del 2023. Sin embargo nunca llego a vivir otra vez esas sensaciones, siempre aparecen unas nuevas a las que me quiero aferrar como el que pretende retener agua con las manos. Y no importa que sea imposible: siempre aparece alguna que solo se vive ahí.
Como tantos amores imposibles que un día prometieron eternidad, este también ha pasado. Y ahora, lo inevitable: hacer el duelo de Milán. Colocarlo en su lugar, agradecer el viaje con todo lo que supuso, y así, también hacer sitio para la siguiente. Y ojalá haya siguiente.
El día amaneció con una temperatura demasiado agradable para ser tan temprano. Buena para llegar hasta la zona de la salida, pero con un presagio: bastante calor durante la carrera. Y sé que el calor no es mi mejor aliado en estos retos.
Llegué pronto a la zona de guardarropa, y cerca de allí encontré una cafetería tranquila donde tomar un buen café mientras ese capullo en mi estómago poco a poco se iba transformando en mariposa nerviosa.
Me sobraba tiempo, así que entré en la aplicación de Garmin que había estado evitando durante la última semana: proyectaba una marca en maratón por debajo de 3:09. Me dio confianza.
Después de dejar la bolsa en el camión, me uní a la marabunta que se dirigía a la zona de la salida. A pesar de estar algo lejos son bonitos estos momentos: se mezclan la ilusión, los nervios, los sueños y miedos, generando una atmósfera inexplicable que solo quien ha estado ahí puede reconocerlo.
La salida, junto al Duomo es un paisaje emocionante. Tanto, que no me importó que, tras la primera curva, se formase un tapón que nos obligó a parar para no caer. Quizá para compensarlo, antes del km1 junto al "Teatro alla Escala" una orquesta tocaba "Superman", ¿Cómo esperan que con esa música uno sea capaz de controlar el ritmo? Imposible.
Aun así, estos primeros kilómetros llevaba el reloj tapado con el manguito, solo quería buscar sensaciones y que fuese el ritmo el que me encontrase a mi. Aunque la molestia asomaba, mis dudas eran si esa molestia estaba realmente en el glúteo o en mi cabeza. En todo caso, el ritmo apareció: lo encontré alrededor de 4:25. Empezaban las buenas noticias.
Me gusta Milán, es una ciudad infravalorada por su contexto, lo pensaba antes de la carrera y estos primeros 10kms me lo confirmaron. La ciudad se mostraba agradable y, sin ser llana, las cuestas eran suaves y transitables. Así llegué al km10 por debajo del tiempo previsto (44:10) encontrándome mucho mejor que las últimas semanas. Intentaba aguantar la sonrisa para no malgastar fuerzas, que sabía que no me iban a sobrar.
En el km12 vi por primera vez a Belén, le pude dar los manguitos que ya hacía unos minutos que me sobraban y le dije que iba bien. Y es que iba muy bien. Yo había venido a esto, estaba consiguiendo disfrutar de la carrera, sentirme avanzando por el asfalto y los adoquines con fuerza y confianza.
Llegaba al 15 a ritmos algo por debajo de 4:30 y ya tenía claro que las molestias no estaban en la cabeza. La situación era la siguiente: tenía el ritmo y tenía la molestia. Así que iban a pelear un ángel y un demonio como en los dibujos animados, durante los siguientes kilómetros por ver cuál se imponía.
Este era el tramo más feo del recorrido: una carretera camino del glorioso estadio de San Siro, de tan grato recuerdo para mis filias y fobias futboleras.
Casi en San Siro pasábamos por la media maratón (1:33:30) aunque sentía el dolor, me notaba contento. Había llegado a la mitad de la carrera con buenas sensaciones, aunque ya no durarían mucho.
Una vez dejamos atrás el estadio y pusimos rumbo de vuelta a Milán, el glúteo empezó a quejarse. Mi estrategia estaba claro: ignorarlo. Si a las avestruces les funciona, ¿Por qué a mi no? Pues no.
Llegado el avituallamiento del km25 tuve que hacer la primera parada y masajear el músculo como pude. Me hidraté bien y volví a arrancar a correr, pero ya en ese reinicio las sensaciones fueron terribles. Aun así las piernas me llevaban a alrededor de los 4:40, sabiendo que Belén estaría sobre el km28. La vi y volví a parar. Hablé con ella y me planteé la retirada. El dolor me había sacado mentalmente de la carrera y aun quedaban algo más de 13 kilómetros. Cuando tenía claro que me salía me acordé que llegar a meta significaba conseguir una medalla, una camiseta y un plátano. ¿¿¿Quién en su sano juicio renunciaría a semejante botín por una pequeña lesión??? Ni idea, pero ese alguien no soy yo.
Comí medio plátano (no tan bueno como el de la meta) y, aunque para mi la carrera había acabado ya, seguí adelante. Hasta el km36 pasé más tiempo andando que corriendo. Estaba claro que iba a llegar.
A partir del km38, cuando ya se empieza a oler la meta, me arranqué a correr hasta el final. Incluso pude vivir como un regalo el km41 cuando Belén me dio la bandera y me acompañó unos metros. No retirarse tenía sus inesperadas pequeñas alegrías.
Llegué a meta con un tiempo por encima de las 3:30, siendo con diferencia mi peor maratón y, aún así, con 25 kilómetros de felicidad que ya nadie me podrá quitar nunca.
Me fastidia, me molesta haber cambiado y que no conseguir el objetivo no me impida ver lo positivo. Me gustaba más cuando lo vivía de una manera más visceral, más infantil, creo que era más pura, pero entiendo que este nuevo David tiene también sus cosas.